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miércoles, 18 de febrero de 2009

CHOCOLATE DE HACER

Uno de los regalos más gratificantes que nos proporciona la lectura consiste en remover dentro de nosotros continentes dormidos de nuestra propia vida, despertando el perfume de días que creíamos extintos, avivando el rescoldo de impresiones o sentimientos que yacían sepultados bajo la herrumbre de los días. Es como si, dando un paseo por el campo, nos tropezáramos, entorpecida por unas zarzas, con una puerta que, al abrirla, ensanchase el horizonte de nuestra propia alma. Así me ocurrió hace poco mientras leía un magnífico libro de poemas de Eduardo Fraile, La chica de la bolsa de peces de colores (Visor), donde, bajo una apariencia prosaica, el autor rescata episodios de su infancia a simple vista triviales que, enaltecidos por la luz de la memoria, cobran un valor precioso y vivifican el presente. Uno de los poemas del libro se titula Filiberto González, y narra las visitas que a la casa familiar del autor hacía un chocolatero de Vezdemarbán, un pueblecito de la provincia de Zamora. Llegaba siempre vestido con escuetos trajes oscuros, desbordante de humanidad, y portaba una enorme maleta de madera en la que guardaba las tabletas de ‘chocolate elemental’ que él mismo elaboraba. Fraile evoca aquellos «lingotes oscuros y brillantes envueltos en papel blanco con letras verdes», que le traen «el aroma de aquello que perdí» y actúan como llaves de oro de la memoria. Mientras leía aquel poema dedicado al chocolatero Filiberto González, mi propia infancia se abalanzó sobre mí, como un ejército sigiloso, como una resurrección secreta. También a mi casa llegaba aquel chocolate de Vezdemarbán, presentado en tabletas gruesas, de apariencia un poco basta, a las que casi era imposible hincar el diente. Tenía una textura granulosa y un sabor primitivo en el que parecía contenerse, prieto como el granito, el aroma de los granos de cacao; un sabor que no se parecía en nada al sabor de los otros chocolates que por entonces se vendían, sometidos a mil procesos de refinamiento y adulterados con mil aditivos; un sabor aguerrido y ancestral que me hacía pensar que aquel chocolate de Vezdemarbán era elaborado con la fórmula originaria que los conquistadores españoles le habían robado a los aztecas. Era, desde luego, ‘chocolate para hacer’; y mi madre lo compraba para satisfacer el principal vicio (tal vez el único vicio) de mi abuelo, que era un devoto del chocolate con picatostes. Leyendo el poema de Eduardo Fraile, recordé las chocolatadas irrepetibles de mi infancia, cuando mi madre tomaba una de aquellas tabletas de chocolate de Vezdemarbán y pacientemente la iba desmenuzando, arrancándole con un cuchillo virutas que luego arrojaba a la chocolatera, una vasija alta y panzuda bañada en porcelana, con un mango de madera, que previamente había llenado de leche (aunque para mi abuelo había que hacer el chocolate con agua, porque aborrecía la leche). Recordé a mi madre, sujetando con una mano la chocolatera por el mango, mientras con la otra empuñaba un cucharón, con el que removía la leche y las virutas de chocolate, hasta que la mezcla espesaba, sometida a fuego lento. Recordé que la casa se llenaba con aquel olor santo, nutritivo, frondoso como una promesa de beatitud que anticipara la beatitud eterna del paraíso; y recordé que, al olor del chocolate espesándose, no tardaba en sumarse el olor de las rebanadas de pan frito que crepitaban en la sartén, como lingotes de un sol churruscado y coruscante. Recordé el momento en que por fin mi madre nos convocaba a todos ante las jícaras humeantes y la fuente de picatostes espolvoreados de azúcar, que en un abrir y cerrar de ojos ya habíamos sumergido en el chocolate y llevado a la boca. Recordé el crujido cálido de los picatostes, que escondían dentro de sí el sabor de la ambrosía, y los berretes que el chocolate nos dejaba alrededor de los labios, como una sonrisa duplicada que tratábamos en vano de borrar, relamiéndonos. Recordé los ojos golosos, humedecidos de felicidad, de mi abuelo; recordé la algarabía de mi hermana, que se ponía como el chico del esquilador y dejaba el babero como un cuadro de Tàpies; recordé a mi padre rebañando la jícara hasta no dejar en ella ni traza de chocolate. Y recordé, sobre todo recordé, a mi hermosa y abnegada madre, todavía sudorosa y congestionada por los calores que había sufrido mientras preparaba la chocolatada, copiándose feliz en cada uno de nuestros rostros, orgullosa de habernos traído el paraíso a la cocina, orgullosa de tenernos a su lado, sin pedir nada a cambio. Y, al recordarla, se ensanchó el horizonte de mi alma.

Resumen: El autor recuerda su infancia cuando lee el poema.Recuerda la felicidad de su madre haciendoles chocolate para toda la familia. Estaban todos contentos. Su madre por reunirlos a todos y ellos por el buen chocolate que les hacía.

2 comentarios:

  1. Añade tu opinión personal acerca de este artículo de J.M. de Prada. Valora sus impresiones y recuerdos de la infancia que le llegan a través de la lectura del poema. ¿Crees que la lectura puede ser la llave de oro de la memoria?

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  2. Al leer ese poema se nota que el autor es feliz recordando, yo también me acuerdo muchas veces de cosas de cuando era mas pequeño.Me acuerdo mucho de mi abuelo que ya se murió porque siempre nos llevaba a pescar en un bote que tenía y que ahora lo tengo yo en Beluso. Se llama Pin como mi abuelo.

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